sábado, 22 de marzo de 2014

El fetichismo de la guerra



El verano pasado emprendí el improbable viaje de escribir una novela ambientada en la Segunda Guerra Mundial. Lo que, más que realmente escribir, se traduce por muchas horas indagando documentos en Internet, sumergiéndose en libros polvorientos y consultando mapas históricos de ciudades que han mutado con el paso de los años.
Eso, para ofrecer un contexto histórico verosímil. Pero si lo que quieres es escribir sobre una guerra, antes deberías comprender lo que es la guerra, y no creo que ningún milenial pueda hacerlo.

Decidí comenzar a entrevistar a veteranos, lo que es un trabajo tan gratificante como abrumador. La mayoría estarán bastante dispuestos a contarte una historia, pero se negarán a hablar de ellos mismos. Eso que podría resultar- y de hecho me resultó- tan chocante es un efecto colateral de la pérdida de identidad inherente al ejército. Un soldado no gana una batalla; una compañía, sí.
Por razones obvias, conseguí hablar con bastantes más veteranos de Vietnam que de la Guerra Mundial, y me di cuenta de que había una diferencia abismal entre las motivaciones de unos y otros.

Los segundos marcharon al frente porque sentían que debían hacerlo. No buscaban ningún tipo de gloria ni honor, solo creían que era su deber. Eran chicos de diecisiete o dieciocho años que habían vivido su infancia en los años tranquilos de la Gran Depresión. El trabajo era su único escudo y, por tanto, adoptaron la guerra como un trabajo.
Los primeros eran hijos de los excombatientes de Europa y del Pacífico. Su memoria colectiva estaba repleta de imágenes de John Wayne y de las maravillas de la destrucción. Iban a Vietnam porque era lo que su país esperaba de ellos. Porque los convertiría en héroes. Porque permaneciendo en casa quedarían despojados de su identidad como hombres. No tenían un enemigo. La suya era una guerra política en la que se jugaba el apetito insaciable del capitalismo.

Probablemente la frase que mejor resume el espíritu de Vietnam

Con el tiempo comprendí la brecha que se abrió después de 1945. Todos aquellos muchachos demasiado jóvenes para combatir y las generaciones venideras quedaron marcados. La palabra "mundo" estaba ligada a "guerra". A los hermanos, padres, abuelos que habían perdido. Los amigos que habían desaparecido. La juventud y el pasado destruidos por la sombra de la muerte.
 Nada podría volver a ser normal después porque la cúspide de la crueldad humana se había hecho patente. La salida más natural para ellos sería convertirse en ojos críticos de todo tipo de violencia. De todo tipo de dolor.

El problema es que otorgamos un valor casi religioso a la noción de normalidad. Necesitamos saber que todo va bien, que la guerra es dura pero justa, que el fin justifica los medios. Hacer de las atrocidades un fetiche.

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