viernes, 28 de marzo de 2014

La paranoia cuerda de Burroughs


Decía William Burroughs, uno de mis escritores favoritos, que una persona paranoica es aquella que sabe un poco de lo que ocurre en el mundo.

Que él mismo hubiese sido paranoico o no, no es una cuestión abierta a debate. Es la imagen de politoxicómano por antonomasia, opinaba que el lenguaje es un parásito, acabó accidentalmente con la vida de su mujer en un "juego de pistolas" y se dice que lo primero que soltó al conocer a Kurt Cobain es que tenía <<una sombra extraña en los ojos>>. Casualidad o no, el líder de Nirvana se suicidaría un par de meses después.

Lo interesante de Burroughs es que no únicamente encarna la idea de paranoia como trastorno mental sino también como contexto político.
Referido en más de una ocasión como el primer escritor importante tras la Segunda Guerra Mundial, cultivó un estilo innovador que parecía ir parejo al desarrollo de los acontecimientos de la Guerra Fría.

Para desgracia de su mujer, Burroughs era aficionado a la caza
Sus primeros trabajos, desarrollados a principios de los 50, siguen estructuras predominantemente lineales. Su lectura es ágil, fluida, a pesar de la crudeza de los temas que tratan. De esta época rescatamos las novelas que, por ser más accesibles al público, se han convertido en su seña de identidad: Yonqui (1953) y Marica (1951-53). Lecturas sobre una aparente calma en tiempos turbios o una novelización de las crecientes tensiones internacionales. 

Entre mediados de los 50 y 60 acuñó el término cut-up para referirse a su nuevo método de escritura. A grosso modo, podríamos definirlo como una narración fragmentaria de escenas aparentemente inconexas con un gran contenido simbólico y visual. En esta época William, ya adicto a la heroína y la morfina, escribió obras maestras de la talla de El almuerzo desnudo (1959), La máquina blanda (1961) o Expreso Nova (1963).
Su escritura es agónica, fuertemente influenciada por los alucinógenos y la depresión. Deja en el lector un sentimiento de vacío, confusión y, ante todo, incertidumbre. Sus años más oscuros, que coinciden con la década clave de la Guerra Fría.

Fue entre finales de los 60 y principios de los 70 cuando William sacó su lado más político. Sin abandonar su faceta experimental, dejó de lado la ficción para publicar artículos de contenido social. El único libro importante de este periodo, Los chicos salvajes (1971), nos presenta un grupo de jóvenes homosexuales luchando contra la civilización occidental un siglo XX de tintes apocalípticos.
William se había posicionado en un mundo en el que los bandos aparecían más claros que nunca.

Sus últimas obras datan desde finales de los 70 hasta mediados de los 80. Estados Unidos había perdido la Guerra de Vietnam y el poder hegemónico de la Unión Soviética se diluía a pasos agigantados. La Guerra Fría, viva aún, ya no tenía demasiado sentido.
Burroughs, también, se sentía cansado. Era un anciano que entraba y salía de terapias de desintoxicación y había perdido la poca fe en la humanidad que le quedaba. Se comprometió a la escritura de su única saga: la comúnmente conocida trilogía de la Noche Roja, que comprendía las novelas Ciudades de la noche roja (1981), El lugar de los caminos muertos (1984) y Tierras de occidente (1987).
En la Noche Roja creó toda una mitología: un mundo nuevo y un reducto en el que refugiarse.

Un joven William con Allen Ginsberg y Lucien Carr, encarnación
de la Generación Beat
Burroughs murió en 1997 tras más de una década de aislamiento salingeriano en Kansas. Las razones por las que se decidió por dicho estado son tan sencillas que casi rayan lo absurdo. Al preguntársele, el genio de la generación Beat respondió que no era <<ni la mitad de violento de lo que había imaginado>> además de contar con un <<suelo barato del demonio>>.
Aunque únicamente fue tenido en cuenta como figura clave de la contracultura en vida, poco antes de su fallecimiento fue admitido, tras una larga lucha por parte de su colega Allen Ginsberg, en la American Academy and Institute of Arts and Letters. Una vez se hubo ido, la sociedad estadounidense se aseguró de que en su lápida se incluyesen las palabras <<Escritor Americano>>.

Una despedida breve para el hombre que redefinió y personificó la paranoia.



sábado, 22 de marzo de 2014

El fetichismo de la guerra



El verano pasado emprendí el improbable viaje de escribir una novela ambientada en la Segunda Guerra Mundial. Lo que, más que realmente escribir, se traduce por muchas horas indagando documentos en Internet, sumergiéndose en libros polvorientos y consultando mapas históricos de ciudades que han mutado con el paso de los años.
Eso, para ofrecer un contexto histórico verosímil. Pero si lo que quieres es escribir sobre una guerra, antes deberías comprender lo que es la guerra, y no creo que ningún milenial pueda hacerlo.

Decidí comenzar a entrevistar a veteranos, lo que es un trabajo tan gratificante como abrumador. La mayoría estarán bastante dispuestos a contarte una historia, pero se negarán a hablar de ellos mismos. Eso que podría resultar- y de hecho me resultó- tan chocante es un efecto colateral de la pérdida de identidad inherente al ejército. Un soldado no gana una batalla; una compañía, sí.
Por razones obvias, conseguí hablar con bastantes más veteranos de Vietnam que de la Guerra Mundial, y me di cuenta de que había una diferencia abismal entre las motivaciones de unos y otros.

Los segundos marcharon al frente porque sentían que debían hacerlo. No buscaban ningún tipo de gloria ni honor, solo creían que era su deber. Eran chicos de diecisiete o dieciocho años que habían vivido su infancia en los años tranquilos de la Gran Depresión. El trabajo era su único escudo y, por tanto, adoptaron la guerra como un trabajo.
Los primeros eran hijos de los excombatientes de Europa y del Pacífico. Su memoria colectiva estaba repleta de imágenes de John Wayne y de las maravillas de la destrucción. Iban a Vietnam porque era lo que su país esperaba de ellos. Porque los convertiría en héroes. Porque permaneciendo en casa quedarían despojados de su identidad como hombres. No tenían un enemigo. La suya era una guerra política en la que se jugaba el apetito insaciable del capitalismo.

Probablemente la frase que mejor resume el espíritu de Vietnam

Con el tiempo comprendí la brecha que se abrió después de 1945. Todos aquellos muchachos demasiado jóvenes para combatir y las generaciones venideras quedaron marcados. La palabra "mundo" estaba ligada a "guerra". A los hermanos, padres, abuelos que habían perdido. Los amigos que habían desaparecido. La juventud y el pasado destruidos por la sombra de la muerte.
 Nada podría volver a ser normal después porque la cúspide de la crueldad humana se había hecho patente. La salida más natural para ellos sería convertirse en ojos críticos de todo tipo de violencia. De todo tipo de dolor.

El problema es que otorgamos un valor casi religioso a la noción de normalidad. Necesitamos saber que todo va bien, que la guerra es dura pero justa, que el fin justifica los medios. Hacer de las atrocidades un fetiche.

lunes, 24 de febrero de 2014

Mi primera experiencia con las tortitas veganas


Si algo tenemos en común los universitarios y los veganos es la reticencia a añadir ingredientes extra en la nevera como, por ejemplo, los huevos. Y si algo tenemos definitivamente en común los intolerantes a la lactosa y los veganos es el fanatismo casi religioso que profesamos hacia la leche de soja. O hacia la soja en general.
De la combinación de ambas vertientes, y con un fin de semana libre por delante, pueden salir delicias culinarias tan absolutamente fabulosas como las tortitas veganas.

La receta, inspirada en una de Organic Authority, es mucho más ligera y barata que la de las tortitas convencionales. A eso añádasele que se hace en un plis y que sabe a gloria divina...

Para obtenerlas solo necesitaréis (en cantidades americanas, que son más útiles para los que no tenemos medidor)...

  • Una taza de harina
  • Media taza de levadura
  • Una taza de leche de soja
  • Una cucharada de azúcar
  • Una pizca de sal
  • Aceite de oliva o margarina para engrasar la sartén
Y solo tendréis que...
  1. Mezclar el azúcar, la harina y la levadura en un bol hasta obtener una masa homogénea.
  2. Añadir lentamente la leche. Remover.
  3. Añadir un cuarto de masa sobre una sartén engrasada. Voltear cuando se formen burbujas en su superficie (2-3 minutos) y cocinar durante otros 2-3 minutos más. Repetir.
  4. Ñam, ñam :·3
Podéis servirlas solas o añadirles miel (mis favoritas), mermelada, Nutella... 
Con frutas como las frambuesas o los arándanos también están deliciosas ^^

Y hasta aquí un flagrante ejemplo de como el estudiante medio puede sacarse las castañas del fuego en su intento por ahorrarse unos centimillos...


jueves, 20 de febrero de 2014

El paradigma del libro favorito

Preguntarme por mi libro favorito es una trampa que, en el mejor de los casos, provocará un ataque de indignación seguido de una larga, larga, laaaaaaarga lista de obras y autores. Tan larga, de hecho, que ni yo misma podría precisar cuándo termina, ya que la gente por norma general me interrumpe antes de llegar al ecuador y yo suelo quedarme dormida mientras la repaso mentalmente por la noche.

Si, con un esfuerzo hercúleo, tratase de reducir a los elegidos, nos toparíamos con mi Tríada de la Muerte: El almuerzo desnudo de William Burroughs, Franny & Zooey de J.D. Salinger y Autobiography of a face de Lucy Grealy. Probablemente yo sea la única capaz de establecer una relación entre una novela sobre la drogadicción y una sobre la crisis mental espiritual de una universitaria, pero vivo bien con ello.

La tercera es la más improbable, y me sorprendería que hubieseis escuchado hablar de ella, ya que se publicó en 1994 (por razones puramente supersticiosas suelo aceptar con alegría los libros de mi año de
nacimiento) y continúa siendo inédito en España.
Cuenta la historia de la propia Lucy, que a los nueve años fue diagnosticada de cáncer. El porcentaje de supervivencia era del 5%, pero ella lo consiguió. A los 14 le dieron el alta definitiva. A los 18 entró en la prestigiosa universidad Sarah Lawrence. A los 31 publicó su primera novela. A los 39 murió de una sobredosis de heroína.
Pero este no es un libro sobre el cáncer, y por eso me fascina tanto. Es un libro sobre la eterna búsqueda de la identidad.
Tras las incontables operaciones a las que se vio sometida, Lucy perdió un tercio de su mandíbula, lo que, a pesar de las sucesivas visitas a numerosos cirujanos plásticas, la desfiguró para siempre.

El cáncer no se convirtió en un estigma para Lucy. No la atormentaban las sesiones de quimioterapia, las esperanzas de vida aterradoras o los amigos que morían. Su estigma era su cara.
A los 10 años, en contra de cualquier expectativa, estaba viva y regresó a la escuela durante un breve período. Sus compañeros de clase- los que habían sido sus amigos hasta entonces- comenzaron a reírse de ella y a llamarla monstruo. En los años que siguieron, Lucy se acostumbró a llevar un sombrero que camuflaba parte de su rostro. Cuando su pelo creció, lo llevó lo suficientemente largo para ocultar su barbilla. En su adolescencia tuvo que lidiar con los hombres que aclamaban su cuerpo de espaldas y luego la insultaban al descubrir la realidad de su aspecto.

Lucy no sabía quién era. Durante décadas se preguntó en qué se habría convertido la niña que fue de no haber tenido cáncer. Puesto que su rostro ya no era el mismo, dejó de considerarse una versión futura de esa niña. Luchó contra la depresión, las ideas suicidas y la baja autoestima. Desarrolló una adicción a los analgésicos que le prescribían y a la codeína. No conoció lo que era la amistad (y, afortunadamente, su amor por la poesía) hasta sus años de universidad.
Nunca dejó de considerarse un monstruo. Murió preguntándose si su talento era real o una ilusión.

No podéis imaginaros con qué fuerza puede llegar una novela de tales características a una joven anoréxica. Vagabundeaba en una librería de segunda mano  cuando la vi. En su título, la palabra cara parecía brillar solo para mí. Tenía 17 años y llevaba más de uno lidiando con trastornos alimenticios, depresión y pensamientos suicidas. Sabía que mi peso estaba muy por debajo de lo saludable, pero mi cuerpo se había convertido en mi estigma.
Al igual que Lucy, la gente susurraba a mis espaldas. Me preguntaban a bocajarro si estaba enferma y me repetían lo fea que estaba. No sabía quién era porque nadie- ni siquiera las personas a las que había considerado mis amigos- me trataba como lo hacían cuando pesaba veinte kilos más. Si a alguien le atraía mi cara, con frecuencia sonreía tensamente al reparar en los huesos que sobresalían y me decían si no sería una buena idea engordar.
Al igual que Lucy, siguen persiguiéndome mis fantasmas. Estoy en mi segundo año de universidad y hace unos seis meses que me mantengo en un peso saludable. En mi cuerpo no podría adivinarse mi pasado, pero con frecuencia me sorprendo vistiendo ropa holgada para que la gente no me repita que estoy esquelética. Aunque no lo estoy. Aunque ya no me hace falta. Sigue paralizándome que se hagan comentarios sobre mi cuerpo, aunque sean positivos. Tanto Lucy como yo empezamos la empresa imposible de hacer que nuestro aspecto se volviese invisible.

Porque el aspecto físico está en todas partes. He pensado sobre ello durante mucho tiempo antes de llegar a una conclusión. Estoy segura, segura, de que tiene mucho que ver con la caída de los ideales religiosos. Y no deja de ser irónico que yo, una persona agnóstica, afirme esto. Si en un pasado se trataba de cultivar el yo espiritual (a lo que ahora nos referiríamos como "belleza interior"), aunque fuese por razones tan banales como una posible paz eterna, ahora nuestro aspecto parece ser nuestra única carta de presentación. Los psicólogos estudian cómo distintos estilos de ropa o distintos maquillajes podrían condicionar la primera impresión que se llevan los demás de nosotros. Las empresas analizan al detalle las imágenes que muestran al mundo.
Aunque soy incapaz de creer en la existencia de un dios, tengo la certeza de que hay muchas cosas que podríamos aprender de las religiones. No en vano, son consideradas por muchos como ejemplos de protocultura y preceptos morales que podrían sernos dados por herencia. Una de ellas, sin duda, es la cultivación de ese yo espiritual, de esa "belleza interior". Es evidente que para una persona como yo el aspecto físico es de una importancia vital, pero no por ello dejo de lado el infinito que bulle bajo mi piel. Todos deberíamos prestarle atención más a menudo. Dejar que nos defina. Derribar el estigma que pueden suponer un cuerpo o una cara.

miércoles, 19 de febrero de 2014

De medallas e hipocresía

Hay una lista (demasiado extensa, por desgracia) de deportes a los que me gusta referirme como deportes bisiestos. No porque necesariamente se practiquen cada cuatro años (lo cual, admitámoslo, no sería demasiado provechoso), sino porque el público únicamente parece reparar en ellos en ese intervalo de tiempo.

Me refiero, como es natural, a los deportes minoritarios que, casualidades de la vida, son olímpicos. ¿Y qué modalidades puede haber más minoritarias en España, país representativo del "turismo de sol y playa", que las practicadas en invierno?
En los últimos meses, debido a los JJOO de Sochi, competiciones de snowboard, skeleton o curling son retransmitidas en directo a través de los principales canales deportivos. Un hecho excepcional.

Y yo, que me he tragado difusiones a las tres de la madrugada porque es el único hueco libre en la parrilla, no puedo evitar observar la hipocresía que indefectiblemente viene de la mano de unas Olimpiadas.

Hipocresía como la de los cientos de personas que alabaron el nombre del patinaje artístico cuando parecía obvio que ganaríamos una medalla y que ahora que podemos celebrar un nada desdeñable cuarto puesto miran para otro lado. Como la de los espectadores que creían que Javier Fernández era el vecino de enfrente y que ahora se levantan en armas contra él a causa de unos desafortunados comentarios en un periódico de tirada nacional.

Al poco de llegar a Rusia, el patinador (bicampeón europeo y tercero en el ranking mundial de la ISU) concedió una entrevista al periódico El Mundo. Al preguntarle sus impresiones acerca de la controversia sobre la homosexualidad en el país, respondió:
Los Juegos son deporte y no política. Yo tengo mi opinión y no me meto en lo que piense cada uno, aunque creo que, quieras o no, hay que respetar las leyes del país que visitas. Tampoco me parece un gran dilema. Mejor que los homosexuales se corten un poco estos días de los Juegos y luego que sigan con su vida.
No hace falta ser un lector demasiado avispado para darse cuenta de que se trata de una frase inofensiva, casi un consejo de una persona (antentos, señoras y señores) ajena a la política. Quizá mi comprensión lectora no sea tan buena como se podría esperar, pero yo no capto un ápice de crítica a sus declaraciones. Me parecen, más bien, típicas de alguien que desconoce la malicia inherente al periodismo y habla con la prensa como lo haría al tomar unas cañas con los amigos.
Claro que en un mundo como el nuestro, donde un buenismo vacío se ha convertido en bandera (a falta de principios), sus palabras son tan dañinas que lo mejor que podría hacer el muchacho sería retirarse del mundo de la competición. Oh, y a ser posible convertirse en un ermitaño Salinger de 22 años, muchas gracias.

Tras su paso por los Juegos, de los que se lleva un diploma olímpico con sabor a medalla, los comentarios negativos comenzaron a caer sobre él. Las mismas personas que se alegraban ante la posibilidad de una victoria en un deporte que ni les va ni les viene empezaron a criticar por el mero hecho de hacerlo. Porque parece ser que exaltarse por pequeñeces y cerrar los ojos a los problemas reales debería ser lo nuestro y no los deportes olímpicos.
Uno de los comentarios, haciendo gala de una irónica ignorancia del concepto de karma, aseguraba que Fernández se había "cortado de ganar una medalla" por haber pedido a los homosexuales que se cortasen en Sochi.

Sinceramente, no sé cómo responder a eso. Tal vez a mis diecinueve años todavía no haya aprendido qué significa de verdad el deporte. Para mí está desligado del politiqueo y de las vidas privadas de los atletas. Incluso aunque Fernández estuviese en contra de la homosexualidad, una postura que naturalmente no comparto, eso no lo convertiría en un mal patinador. Seguiría representándonos en el terreno deportivo, y por el momento ningún juez olímpico hace exámenes de conciencia a la hora de repartir medallas. Como ciudadanos de un país que carece de pistas de hielo permanentes en la mayoría de sus comunidades autónomas, cuyas becas deportivas son comparables a las de estudios en términos de ayuda, cuyos deportistas- futbolistas y tenistas excluidos- deben "buscarse la vida" para luchar por su sueño, deberíamos sentirnos orgullosos de que alguien tan joven haya conseguido tanto en una modalidad olvidada.
Porque para mí el deporte es pasión, autocontrol, arte, competición y, precisamente, orgullo. Junto a la cultura y la ciencia, el deporte es el motor que da vida y hace crecer a un país. Pero quizá esto es idealismo. Quizá haya que buscarle cinco pies al gato, hablar sin saber y jugar a ver quién es más progresista cuando no estamos en campaña electoral.

Porque, señores españoles, no se demuestra nada condenando a un atleta por un reportaje escrito con muy mala leche. La conciencia política se defiende día a día y, observando el rumbo que lleva nuestro país y la indiferencia de tanta gente, yo diría que aquí no tenemos demasiada. Quizá me estoy llevando una idea errónea del mundo, pero no me importa un porcentaje ridículo de mis impuestos se dirija a unas becas deportivas de carácter simbólico. No si contribuye a cumplir los sueños de alguien. No si el deporte sigue creciendo y haciéndose grande.

Pero no nos preocupemos. En marzo regresará a nuestras pantallas la prensa rosa del fútbol. Desaparecerá el patinaje artístico. Y el snowboard. Y el curling. Y el skeleton. Y el hockey. Y el esquí. Y todos aquellos deportes que ensalzamos cuando huelen a oro para luego olvidarlos si nos damos de bruces contra la derrota.

viernes, 14 de febrero de 2014

Otra Veronica Lake

Si tienes que mirar mal a alguien, asegúrate de hacerlo con estilo

Sí, esto es un blog. No, no caeré en la tentación de marcarme un Magritte a lo Ceci n'est pas un pipe (aunque podría, porque soy una de esas pseudointelectuales que se ríen con la traición de las imágenes).

Teniendo en cuenta mi arrogancia y mi amor por la literatura, probablemente debí haberme adentrado en los mundos de los blog de opinión mucho antes, pero también tengo una afición desmesurada a salirme de la cola y no hacer lo que se espera de mí. Y he oído que eso ahora está de moda, así que debo estar haciéndolo tan mal.

Desde luego,  no estoy dando por supuesto que estéis tan interesados por conocer mi opinión. Dios santo, no. Digamos que esto es la salida a una vena periodística frustrada y que la etiqueta de opinión la estoy poniendo bastante a la ligera (pero, eh, ¿no se hace eso siempre?). Quizá "cajón de sastre" le vendría mucho mejor :)

De modo que aquí posiblemente vayas a encontrar alguna que otra reseña literaria, alguna receta, muchas (muuuuuuchas) entradas propiciadas por mis constantes cambios de humor e ironía. Mucha ironía. Probablemente este blog rebose ironía hasta estallar en una mezcolanza de cinismo y humor negro. Pero en resumen será una ventana a mi pequeño rincón del universo.

¿Y qué decir de mí? Que me llamo Andrea. Que soy una escritora que garabatea en clase, en los
restaurantes y en el transporte público. Que mi nivel de rareza me empuja a tratar de leer los libros de los pasajeros de delante en el mencionado transporte público. Que estudio inglés y a los once años decidí que quería ser corresponsal de guerra (¡Con un par!). Que mi Beatle favorito es George y que prefiero la Generación Beat a la perdida. Que mi alter ego es Holden Caulfield y mi animal espiritual William Burroughs. Que tengo diecinueve años y soy libra, aunque no creo en los horóscopos ni en la división del tiempo en parcelas. Oh, y Veronica Lake.

Veronica Lake fue una de las actrices más populares de los años 40. Interpretó más de una treintena de papeles entre el cine y (posteriormente, obviously) la televisión. Pero se la conoce principalmente por su corte de pelo, el peekaboo, lo que es (¡Otra vez!) una triste ironía. No era una chica perfecta y no aparentaba serlo. No llegaba al metro y medio, sufría de alcoholismo y su personalidad histriónica la llevó a ser apodada como Moronica Lake (del inglés moron, idiota) por uno de sus compañeros de rodaje. Como Judy Garland, era real en una época en la que las mujeres debían ser perfectas. Y en mi pequeño rincón del universo eso pesa más que un peinado fabuloso.

Y eso es todo lo que debes saber. Nos leemos en la siguiente entrada :)